La inmigrante irlandesa Nora Ryan (Marsha Hunt) es una melómana irredenta que trabaja como ayudante de limpieza en el Carnegie Hall, uno de los santuarios más importantes de la vida musical en Nueva York. Ahí conoce a Tony Salerno (Hans Jaray), un temperamental pianista con el que termina casándose. Tras la muerte del músico, Nora se obsesiona con que su hijo, Tony Salerno junior (William Prince), siga los pasos del padre y se convierta en un gran pianista de concierto, y para ello tiene la idea de “inscribirlo” en la mejor escuela que conoce (y que fue el lugar donde ella, cuando niña, descubrió la fascinación por la música): los conciertos ofrecidos en el Carnegie Hall. Sin embargo, el sueño del talentoso Tony junior es tocar swing en la banda de Vaughn Monroe (1911-1973), y hará todo para lograrlo. Esta diferencia de opiniones abre una amarga brecha entre madre e hijo y es, a grandes rasgos, el eje de Carnegie Hall, película estadounidense dirigida en 1947 por el singular cineasta de origen checo Edgar George Ulmer (1904-1972).
Conocido sobre todo por realizar modestas películas de terror y de cine negro —The Black Cat (1934), Bluebeard (1944), Strange Illusion (1945), Detour (1945), The Strange Woman (1946)— con gran rigor estilístico y escasos medios, en Carnegie Hall Edgar G. Ulmer abandona sus temáticas acostumbradas para hacer entrega de un ambicioso melodrama tan disparejo como exquisitamente filmado que es además un memorable homenaje a la intensa actividad musical que tuvo lugar en el escenario de esta emblemática sala de conciertos cuya construcción, financiada por el empresario y filántropo Andrew Carnegie (1835-1919) dio inicio en 1890 y concluyó en 1897, aunque fue inaugurado oficialmente el 5 de mayo de 1891 con un concierto dirigido por Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893).
Y es que en Carnegie Hall el dramático estira y afloja entre la madre que ama la música clásica y el hijo que adora el jazz —con todo y el predecible romance entre Tony junior y la guapa cantante Ruth Haines (Martha O’Driscoll) de por medio— es lo de menos. En realidad, la trama del filme avanza a trompicones por los trillados caminos del cine de conflicto generacional hasta llegar a un final que no por ser conciliador deja de ser obvio y complaciente. Sin embargo, es el retrato de la vida entre las paredes del recinto y, sobre todo, la aparición en pantalla de un puñado de grandes estrellas de la música de concierto, lo que convierte a esta película en un valioso documento para el melómano avezado.
Edgar G. Ulmer siempre se consideró un músico frustrado, y en Carnegie Hall decidió hacer un suntuoso homenaje (no exento de cierta tristeza) a ese mundo que le era tan querido como ajeno. Para ello, no dudó en reunir a varios de los concertistas, cantantes de ópera y directores de orquesta más renombrados en el Estados Unidos de su momento, a los que filmó con singular fervor en plena actividad creativa, tomándose el tiempo necesario para encontrar sus mejores ángulos (con un refinamiento que no se había visto —y no se volvería a ver— en el resto de su filmografía) y regodeándose con las obras interpretadas en los largos segmentos musicales que, sin importar que sea en detrimento de la progresión narrativa, aparecen a la menor provocación y extienden la duración de la película por encima de las dos horas y cuarto (ningún otro de los trabajos de Ulmer tiene, ni de lejos, una duración tan elevada). De hecho, las partes donde se interpretan piezas musicales abarcan en conjunto más de la mitad de Carnegie Hall. Pero eso no importa cuando lo que estamos viendo en pantalla es a la Orquesta Filarmónica de Nueva York, que en ese entonces se llamaba Philharmonic Symphony Orchestra of New York, interpretando el segundo movimiento de la Sinfonía No. 5 de Piotr Ilich Chaikovski bajo la batuta de Leopold Stokowski (1882-1977), el Preludio de Los maestros cantores de Núremberg de Richard Wagner bajo la dirección de Bruno Walter (1876-1962) y el cuarto movimiento de la Sinfonía No. 5 de Ludwig van Beethoven bajo la batuta de Artur Rodziński (1892-1958), o al gran pianista Arthur Rubinstein (1887-1982) ofreciendo una espléndida interpretación de la Polonesa heróica de Frédéric Chopin y la Danza ritual del fuego de El amor brujo de Manuel de Falla, o al violonchelista Gregor Piatigorsky (1903-1976) tocando El cisne de El carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns, y qué decir de la bella escena donde el legendario violinista Jascha Heifetz (1901-1987) interpreta de la manera más apasionada posible el primer movimiento del Concierto para violín de Chaikovski acompañado por Fritz Reiner (1888-1963) al frente de la orquesta.
Por si fuera poco, el amable lector también tiene la oportunidad de deleitarse con cuatro estrellas del mundo operístico: la mezzosoprano Risë Stevens (1913-2013), que interpreta Près des remparts de Séville de la Carmen de Georges Bizet y Mon coeur s’ouvre a ta voix del Sansón y Dalila de Saint-Saëns; la soprano Lily Pons (1898-1976), que canta Vocalise de Sergei Rachmaninoff y Ah! Par les dieux inspirés… Où va la jeune hindoue… de la ópera Lakmé de Léo Delibes; el tenor lírico Jan Peerce (1904-1984), que da cuenta de la famosa canción napolitana ‘O sole mio; y el bajo Ezio Pinza (1892-1957), que interpreta con singular intensidad un fragmento de Il lacerato spirito del Simon Boccanegra de Giuseppe Verdi y Fin ch’han dal vino del Don Giovanni de Wolfgang Amadeus Mozart.
Otras personalidades de la música “seria” que hacen su aparición en Carnegie Hall son el director de orquesta Walter Damrosch (1862-1950), el New York Philharmonic Quintette [sic] —formado por John Corioglianio padre (primer violín), Michael Rosenker (segundo violín), William Lincer (viola), Leonard Rose (violonchelo) y Nadia Reisenberg (piano)— y el influyente crítico musical Edwin Olin Downes (1886-1955). Del lado del jazz, además del ya mencionado Vaughn Monroe y su orquesta, juega un papel importante el trompetista Harry James (1916-1983), que se desempeña como solista en la interpretación de 57th Street Rhapsody, pieza para trompeta, piano y orquesta escrita para esta película por el compositor Mischa Portnoff (1901-1979). Como dato de trivia, en la escena de la inauguración del Carnegie Hall aparece el compositor, director de orquesta y arreglista mexicano Alfonso D’Artega (1907-1998) como Piotr Ilich Chaikovski.