Béla Bartók a 140 años de su nacimiento

Béla Bartók a 140 años de su nacimiento

¿Qué tiene la música de BÉLA BARTÓK que pareciera una piedra en el zapato para algunos melómanos y; sin embargo, está considerada uno de los puntos más altos de la historia de la música, no digamos del siglo XX?

¿Qué tiene la música de BÉLA BARTÓK que, en buena parte, resulta difícil de asimilar o de memorizar, pero nos enteramos de que está plenamente basada en ritmos de danzas y canciones del folklore húngaro y de otras regiones de Europa Central que, por sí mismos, son deliciosas de escuchar?

La música de Béla Bartók sigue siendo hoy en día muy poco aceptada por el público en general. En ocasiones tan solo se menciona su nombre en el programa de alguna orquesta e inmediatamente lo asociamos a música aburrida, difícil de entender, extraña, etc. Sin embargo, si ponemos atención, quitando los prejuicios acerca de su obra, encontraremos obras muy interesantes y que se van a quedar en nuestra audioteca personal.

Es, sin duda, uno de los compositores más trascendentes del siglo XX; algunos musicólogos lo consideran incluso, por encima de compositores como Igor Stravinsky, Arnold Schoenberg o Dmitri Shostakovich. Aunque Bartók y Shostakovich son los más representativos en lo que se refiere a la problemática política, económica y estética que enfrentaron esos creadores del siglo XX.

Danzas rumanas para violín y piano

Este 25 de marzo se cumple el aniversario 140 de su nacimiento, de nombre Béla Viktor János Bartók, en Nagyszentmiklós, en el Banato austrohúngaro, una región situada en la confluencia de las culturas húngara, rumana y serbia, y foco tradicional de oposición al dominio de la Casa de Habsburgo y más tarde al régimen de Miklós Horthy.

Nacido en Hungría, en donde realizó su aprendizaje musical, comenzó muy joven el estudio del folclor de su patria y de varias de las naciones que conforman la península de los Balcanes. Sus estudios de campo, registrando numerosas canciones y danzas populares, con su posterior transcripción y armonización, son de una trascendencia musicológica invaluable. Además de que le sirvieron para la elaboración de su propia obra, tanto utilizando piezas específicas, como imitando los ritmos y creando sus propios temas.

Tuvo conocimientos plenos de la obra de sus contemporáneos vanguardistas; por ejemplo, Stravinsky, la escuela dodecafónica y otros. No obstante, prefirió no seguir ni adoptar la técnica de ninguna de ellas, sino que creó su propio lenguaje musical. Resulta curioso para buena parte del público las extremas dificultades que casi siempre representa la música de Bartók, sobre todo para la audiencia de preferencias más tradicionales, cuando la música de aquél está plenamente basada en el folclor húngaro, que por sí sólo puede resultar muy atractivo y accesible para el mismo escucha. Ahí están las danzas de los pueblos que Bartók recorría grabando y copiando su música, ahí están los ritmos de las csárdás y los sonidos de los instrumentos campesinos húngaros. Bartók los elaboró de acuerdo a sus ideas armónicas, bajo un concepto muy personal y complejo y es lo que hace difícil su apreciación en una primera oportunidad. Repetidas y atentas audiciones pueden descubrirnos sorprendentes secretos musicales y sutilezas sonoras.

“El estudio de la música popular tuvo un significado decisivo porque me permitió liberarme del dominio del sistema de tonos mayor y menor”. Béla Bartók

Sorprende el tratamiento original que Bartók brindó a su música, a su propia inspiración en el folclor húngaro que impregna prácticamente cada una de sus obras, pero que al ser pasadas por el tamiz de sus propios conceptos armónicos, proporcionó a sus temas de un resultado de aparente complejidad.

Es Bartók uno de esos compositores que debemos abordar con apertura y repetidas audiciones de su música, para poder compenetrarnos de su mensaje y descubrir la belleza que puede contener.

Entre las características que tuvo Bartók en sus épocas tempranas, resalta la intensidad rítmica, casi primitiva (que el mismo calificaría de “bárbara”, término que utilizó en alguno de sus títulos, el Allegro bárbaro para piano). De ella están plenos los dos primeros conciertos para piano, el Primero de 1926 y el Segundo Concierto compuesto en 1931.

Sus temas conservan una belleza melódica natural, es la fuerza rítmica la que les dotará su carácter intenso y obsesivo. Así encontramos en estas obras, esos ritmos ostinados o pasajes reposados, casi estáticos, en los que el piano parece dialogar con las percusiones como en un contexto fantasmagórico.

Resulta paradójico que Bartók intentaba crear un lenguaje musical que fuera muy sencillo y simplificado. Así es cada pasaje de cualquiera de sus obras, pero con todas las apariencias de lo difícil. Lo que lo vuelve intrincado es el cambio veloz y permanente de carácter rítmico, de atmósfera sonora o instrumental, así como de temas musicales. Muchos de ellos accesibles y de gran belleza, pero que se van en un suspiro y no nos permiten hacerlos nuestros en las primeras audiciones de una misma obra.

Cuando en octubre de 1940, Béla Bartók, tras una larga travesía en barco, llegó a su exilio en Nueva York para huir del miedo que le provocaban la represión y las amenazas que asolaban su natal Hungría, no podía imaginar que ese sería su último viaje y que no regresaría a su patria, agobiado por la pobreza, las carencias y la enfermedad. Bartók muere el 26 de septiembre de 1945, a los 64 años, dejando en esa última etapa de su vida un pequeño pero trascendental catálogo de creaciones, todas geniales obras maestras (sin contar, claro, su prolífico catálogo anterior).

Es fundamental conocer algunas de las obras de esos últimos cinco años para asimilar su grandeza, su originalidad y cómo Bartók trascendió un arraigado folclorismo que no eliminó, sino que asimiló a su personal y novedoso lenguaje armónico, que para algunos a veces resulta una música algo árida, que si uno se familiariza con ella, posee una especial belleza, incluso melódica.

Música para cuerdas, percusión y orquesta

Habría que familiarizarse con sus últimas obras maestras, como el Concierto para viola y el Tercer Concierto para piano, compuestos en su lecho de muerte (ambas obras dejadas inconclusas por unos pocos compases), para descubrir su maravilloso mundo final, con esa mencionada belleza melódica cada vez más clara y expresiva.

En 1942, el gran director de la Sinfónica de Boston, SERGE KUSSEVITZKY (maravilloso mecenas para muchos de los más prestigiados compositores europeos de la época, la mayoría exiliados en Estados Unidos, que sufrían tanto la lejanía de su patria como carencias similares a las de Bartók), le encargó una obra en memoria de su esposa Nathalie, fallecida poco antes. Bartók la compuso en 1943. Kussevitzky la estrenó en 1944 y, como se mencionó, Bartók murió al siguiente año.

El resultado del encargo fue una obra singular desde su título y concepto: Concierto para orquesta.

Hasta donde sabemos, Bartók fue el primer compositor que tuvo la idea de componer un “concierto para orquesta”, una obra que expusiera el virtuosismo del conjunto sinfónico como tal, pero destacando en todo momento posible, las diferentes familias instrumentales, así como los primeros atriles de cada una, en pasajes casi concertantes: 90 solistas se suceden, solos o en ensambles, acompañados por el resto de la orquesta: la orquesta como solista de la orquesta, como un concierto imposible.

Cuando falleció en Nueva York, en 1945, Béla Bartók dejó inconclusas sus dos últimas obras. Por cierto, apenas once días después de que otro de los grandes compositores del siglo XX, Anton Webern, muriera en un poblado cercano a Salzburgo –en forma discutiblemente accidental y confusa– por el disparo de un soldado estadounidense, el cocinero del ejército aliado Raymond Bell.

Bartók trabajaba en esos últimos meses en su Tercer Concierto para piano, tal vez su concierto más accesible, con un atractivo tema inicial de origen húngaro (que recuerda el maravilloso tema inicial de su Segundo Concierto para violín o el primer tema del Tercer concierto para piano de Rajmaninov), un segundo movimiento con una introspección mística muy personal y un movimiento final de gran virtuosismo pianístico, heredero del tour de force lisztiano o incluso chaikovskiano.

Paralelamente, Bartók escribía un Concierto para viola que había sido encargado por el gran violista William Primrose, quien fue uno más de aquellos fieles mecenas que le encargaron obras para ayudar a Bartók en los últimos años de su etapa estadounidense, plenos de carencias económicas y de mala salud, y agradecían a Bartók su creatividad genial y grandiosa; esa genialidad que resulta tan difícil de asimilar en obras que nos exigen escucharlas con una actitud más concentrada y abierta.

Sin embargo, si bien al Tercer Concierto para piano le faltaba una veintena de compases para su conclusión, el Concierto para viola aún carecía, no sólo de numerosos compases en su pasaje conclusivo, sino que aún estaba en forma de borrador muy incompleto: sin un orden preciso y con numerosos apuntes sobre la música inacabada. De hecho, con borradores llenos de correcciones y notaciones encimadas para ser intercaladas, todo un proceso de ensamblaje y escritura.

La terminación de ambas obras fue encargada por Bartók al compositor húngaro Tibo Serly, quien había sido su alumno en Hungría y ahora compartían el exilio “niuyorquino”.

Para quienes habitualmente huyen o quisieran huir ante la posible complejidad de la música de Bartók, el escasamente tocado Concierto para viola y orquesta, opus póstumo, es una obra relativamente accesible y convincente, como a su modo lo puede ser el Concierto para orquesta.

Concierto para orquesta

Fuente: Luis Pérez Santoja para OFUNAM

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