Opera de Lieja, 2013
Dirección Musical: Philippe Gerard
Puesta en escena: Marianne Pousseur et Enrico Bagnoli
En ninguna obra se conjugó más vívidamente la habilidad de Maurice Ravel para evocar el mundo de un niño que en la combinación de cuento de hadas y realidad, imaginación e intensa sensación en su ópera L’enfant et les sortilèges (El niño y los sortilegios).
El libreto, de la novelista francesa Sidonie-Gabrielle Colette, fue redactado luego de una comisión de Jacques Rouché, el visionario director de la Ópera de París. A mediados de marzo de 1916 Colette envió su bosquejo a Rouché, quien ofertó el proyecto a Paul Dukas y luego a Stravinsky; apenas dos semanas antes, Ravel había viajado al frente occidental para participar en la guerra como conductor de vehículos del ejército. En septiembre, mientras servía en algún lugar cerca de Verdún, Ravel recibiría la tercera oferta, pero la copia del texto de Colette enviada por correo nunca llegó a sus manos. Finalmente, Ravel conoció el texto y aceptó la comisión en la primavera de 1917, pero no fue hasta después del final de la guerra que empezó a trabajar. “¡Oh! Cher ami, para cuando el Divertissement pour ma… petite-fille?’ escribió Colette a Ravel en el verano de 1923. Si Colette no hacía algo, el texto que había concebido como un “Divertimento para mi hija”, iba a convertirse en uno para su nieta (petite-fille).
En la primavera de 1924, con el estreno de la nueva ópera confirmado en el Teatro de Monte Carlo (en lugar de París, como originalmente tenía previsto), Ravel trabajó en serio para completar L’enfant. Ese verano escribió, “sólo dejo de trabajar para tomar algo de comida, o para caminar unos kilómetros en el bosque, cuando siento como si mi cabeza fuera a explotar.” Acosado por la gripe, el agotamiento, las giras de conciertos, un dedo infectado, interminables negociaciones contractuales y la orquestación y revisión de la ópera, sus meses de frenético esfuerzo finalmente rindieron frutos. El estreno tuvo lugar en Monte Carlo el 21 de marzo de 1925 y fue un triunfo. Arthur Honegger llamó la ópera “un éxito brillante”, y el extasiado crítico de la revista de Mónaco escribió que Monsieur Ravel fue objeto de prolongadas ovaciones cuando, desde las alturas del palco real, apareció tres veces para inclinarse ante la audiencia.
Al levantarse el telón en L’enfant et les sortilèges, un par de oboes evocan el aburrimiento y la inquietud de un niño atrapado en su mesa de tareas: harto de sus lecciones, declara que preferiría ir a pasear, comer pasteles y gritarle a todo el mundo… Su madre entra y le reprocha su pereza; la única respuesta del chico es sacarle la lengua, lo que le condena a su habitación hasta la cena. Después de la salida de su madre, el niño furioso arma un alboroto, rompe el reloj de péndulo, el papel tapíz de la pared, las páginas de su libro de cuentos, el juego de té, tira la olla hirviendo, jala de la cola del gato y golpea la jaula de la ardilla con su pluma. Pero mientras, “saciado por devastación” en un sillón, ¡Oh sorpresa! la silla cojeando como un enorme sapo se levanta y camina lejos. Uno por uno, los objetos heridos cobran vida y reprochan al niño por sus actos destructivos.
“Hay un poco de todo en esta ópera,” dijo Ravel, “hay Massenet, Puccini,… Jazz, Opereta y Monteverdi.” Los sillones bailan un minueto en el estilo de Luis XV, el timbre de un clavicordio inquietantemente conjurado por el Luthéal (un accesorio para el mecanismo del piano con varios diferentes apagadores que transforman el timbre); el mecanismo del reloj que se agota a la manera de la muñeca de Offenbach; y el foxtrot arrogante de la tetera Wedgwood se fusiona con los chinoiserie de la taza de té. El fuego emerge en coloraturas donizettianas y los pastores del mutilado papel tapíz bailan una antigua pastorela. El niño canta un apasionado dueto con la adorable princesa de cuento de hadas de su desgarrado libro (aquí están sus ecos puccinianos), antes de lamentar su desaparición en una breve y conmovedora aria un poco fragante a Massenet. Un viejito (la aritmética personificada) y su coro de números aparecen después y superan un canto de sumas imposibles en parodia maníaca del catálogo de arias del siglo XIX.
Después de su exitoso estreno de Monte Carlo, L’Enfant tuvo una acogida parisina más turbulenta en 1926. Aunque pronto siguieron exitosas producciones en Bruselas, Praga, Viena y San Francisco, la ópera no fue montada en la capital francesa durante el resto de la vida de Ravel. “Sería bueno si finalmente pudieramos escuchar mi música en silencio”, dijo con nostalgia a su alumno y amigo Manuel Rosenthal en 1936. En 1939 se montaría el L’Enfant en el Ópera de Paris con Jacques Rouché al fin dirigiendo la obra que había encargado más de dos décadas antes.
Ahora establecida como una de las más apreciadas óperas francesas, la mezcla de canción y baile, música popular y tradición clásica en L’Enfant captura en miniatura la evolución del género. En su yuxtaposición fascinante de idiomas musicales –donde la bitonalidad se codea con toques de Massenet y Monteverdi y la ópera-ballet del siglo XVIII se enlaza con la música de salón de la década de 1920 –la ópera también pinta un retrato convincente de una época, donde diálogos de destrucción y reparación, modernismo y nostalgia se enfocan a través de la pequeña y obstinada figura, el niño en su camino hacia la sabiduría y el arrepentimiento.
Fuente: Emily Kilpatrick para Philharmonia Orchestra.